LA VIDA SIN NADA



Para C., que se quedó en el camino



Lo más preciado que poseo en la vida, mi sustento, es esa cabra que me mira y bala de hambre. Quiere el trozo de pan duro que, siendo lo único que comeré hoy, estoy mordiendo a pequeños y ansiosos bocados, para que tarde un poco en acabarse. El animal no se mueve. Quizás comprende que no debe gastar fuerzas en trotes inútiles y que alrededor suya, en bastantes kilómetros a la redonda, no hay otra cosa que esta llanura rojiza y pedregosa sobre la que diariamente padecemos juntos. A veces, cuando la debilidad y la fatiga no me lo impiden, la llevo a la loma de Zenuia, casi pastoreándola de verdad, y consigue masticar algún hierbajo, enano y espinoso, sin demasiado verdor donde sacar el alimento. Ella sabe bien que estamos rodeados por la miseria, condenados por la pobreza más absoluta y yo sé que cuando caiga muerta pereceré sin remedio tras ella. Me llamo Manssur, tengo 52 exhaustos años, que es mucha edad para un campesino pobre marroquí, una esposa y una hija sepultadas bajo el polvo del desierto y dos hijos que emigraron a España hace dos años y de los cuales no he vuelto a tener noticias. Es todo lo que he conseguido en una existencia brutal de necesidades, sobreviviendo casi por pura inercia, con la fuerza que, como lo hace una chumbera, atesora el cuerpo. Eso y la ropa y las alpargatas rotas que voy arrastrando. No disfruto ni siquiera de una morada digna. Vivo de alquiler en un cuartucho oscuro que pago con la leche que vendo en este lugar donde apenas germina nada que se pretenda cultivar, donde no llueve y el sol lo achicharra todo. No hay futuro aquí. La mayoría de los jóvenes dejaron la aldea, tentando la suerte. Ahmed, el vecino, tiene también dos varones en España. Pero él habla con ellos y le brillan de orgullo los ojos todas las mañanas. Sus hijos le enviaron un teléfono móvil, que exclusivamente enciende los viernes por la noche –cuando llaman - para que no se gaste y estropee la mecánica. Hasta se permite afirmar que va adquirir una antena parabólica y una televisión a batería. Es afortunado, su sonrisa y su reloj lo dicen todo. Si padece – y le gusta exponer sus numerosos achaques - es sólo lo normal en un sitio extremo y paupérrimo como este. Yo no podría pagar nunca un aparato como el suyo. No puedo ahorrar. Con la leche gano unos pocos dirharms, que mal me llegan para darle la mensualidad a Hazim, el casero, y comprar algo de pan y té. Y aunque pudiera ¿adónde iba a llamar? ¿A Almería, donde dicen que van todos y al parecer viven bien sus hijos? ¿Al fondo del mar, donde también pueden estar los míos? Un hombre no llora pero a veces, como si rebosara por dentro, casi sin darme cuenta, me surca la cara llena de arrugas dos lágrimas, una a cada lado. Me paso el día sentado aquí, pensando en mi hijo pequeño. Se fue con 14 años, sin despedirse. No sé ni quién le prestó el dinero. Dicen que llegó a Tánger, que pasó semanas alimentándose en los cubos de basura, que al final se ocultó en los bajos de un camión y logró pasar el estrecho. Al parecer las autoridades españolas lo descubrieron en un pueblo llamado Algeciras y la policía lo envió entonces a un centro de menores en el que ahora estudia el idioma y aprende un oficio. Si así fuera, él aprovecharía la oportunidad, es listo y aplicado. Y risueño. En cambio algunos aseguran que lo vieron subirse a una patera y que junto a otros chicos de Beni Mellal se los tragó el mar. Incluso alguien vino a mi puerta a presentarme sus condolencias. Yo no digo nada. Callo y acuclillado espero que pase el día, para que venga otro y pase también. Lo único que le pido a Dios, una y otra vez, es que esté vivo en España y que no lo echen y le den trabajo y rehaga allí su vida. Aquí no hay nada, la patria es el lugar en el cual uno come y se viste con decencia. Los sábados por la tarde voy a donde yace Fátima, la que fuera mi mujer, y le cuento que todavía no sé nada de los hijos que parió dolorosamente. Barro el suelo con una rama seca y ordeno la hilera de piedras que marcan el terreno que ocupa la tumba. A su lado está mi niña Zahra. La cabra me acompaña siempre, como un perro. Luego volvemos al jergón. Y digo volvemos porque duerme a mi lado. No tengo corral ni cuadra ni otro sitio donde dejarla sin temor a que la roben y la vendan o se la coman una noche. A veces, de madrugada, la oigo masticar la manta rota sobre la que se echa. O me despierta el olor penetrante de su orín. Pero no me quejo, nunca lo he hecho. A estas alturas, después de tantos años de penalidades ya nada me molesta. Ni siquiera el insomnio, la angustia de no poder dormir. Y cuando puedo dar una cabezada me espabila enseguida cualquier ruido, un rebuzno, algún grito lejano. Son mis hijos que vuelven a verme, me digo temblando, soñando aún. Pero entonces el silencio de la noche lo cubre todo, dejando a la intemperie de mi corazón la soledad y el sufrimiento. Si vinieran, aunque sólo fuera un rato, podría luego morir en paz. Allá en la muerte debe de haber un rincón para mí. Si supiera que gozan de salud y trabajan, que se hacen personas de respeto, aunque no pudiera abrazarlos hasta cansarme me iría de este mundo ahora, tranquilamente. Sé que no me llevarían con ellos, entiendo que en ese país les resultaría un estorbo. Porque ¿qué podría hacer allá un viejo y una cabra? Hacer gastos, exigir atenciones y comida, sin arrimar el hombro o arremangarse en las faenas. No, nunca me iría. Jamás salí de esta tierra, nunca atravesé aquellos montes pelados. Mis ojos no conocieron otra cosa que cielos sin nubes y resignación. Al paso que vamos dentro de poco ya no habrá nadie que encale las paredes de abobe, ni se oigan – y ya apenas se oyen – las risas montunas de los niños. Dejaran de correr tras una pelota de trapo para hacerlo tras ese nombre, Europa, tras el porvenir que aquí no tienen. Muchos seguirán dejándose la vida en el camino y no tendrán ni sepultura. ¿Como los míos? Si están vivos, si no murieron, si no me han olvidado quizás en alguna ocasión reciba algo de dinero que me permita gozar de una vejez digna. Me compraría una tetera y un infiernillo con su bombona llena. No necesitaría alardear, como Ahmed, de inutilidades ni inventos modernos. Me basto con poco. Sí, yo los traje a este mundo inhumano pero no sé si, por ello, es culpa lo que siento. Contemplo el horizonte, el día que se encamina lentamente a descansar, a buscar el alivio de la noche que lo releve y libre unas horas de existir. Un viento aún caliente levanta remolinos de fina arena, llevándose, a falta de hojas, los rezos y lamentos de los ancianos y los sueños de huida de los últimos muchachos. Me levanto y la cabra se acerca. Teme quedarse sola. Le acaricio la cabeza y me vuelve a mirar, como si supiera y entendiera todo lo que estoy pensando, todo lo que me cuento a mí mismo. En la realidad más cruda, cuando es cotidiana y compartida, sobran los gestos y las palabras. Antes de que la oscuridad nos envuelva iré a por agua, caliente y amarillenta, al pozo comunitario. Llenaré la botella para beber y asearme. Y para regar las semillas que, enterradas desde hace semanas en una vieja lata, parecen negarse a brotar, como si supieran lo que aquí les espera. Y el animal me sigue, faldero, hacia lo que llamo mi casa, en silencio, como si ambos únicamente tuviéramos para rumiar el escaso resto de fe que nos queda.

DOMINGO LÓPEZ

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