UNO DE LOS NUESTROS


JUAN MARSÉ
Premio Cervantes 2008

Autorretrato

Siempre pertrechado para irse al infierno en cualquier momento. El rostro magullado y recalentado acusa las rápidas y sucesivas estupefacciones sufridas a lo largo del día, y algo en él se está desplomando con estrépito de himnos idiotas y banderas depravadas. Las facciones se traban, compulsivas, antes de desmoronarse. Se trata de un sujeto sospechoso de inapetencias diversas y como deslomado, desriñonado y despaldado. Ceñudo, maldiciente, tiene la pupila desarmada y descreída, escépticos los hombros, la nariz garbancera y un relámpago negro en el corazón y en la memoria.
No ha tenido mucho gusto en haberse conocido, habría preferido pasar de largo de sí mismo, pero acepta resignado el saludo hipócrita del espejo y la broma pesada de la vida: al nacer se equivocó de país, de continente, de época, de oficio y probablemente de sexo. Hay en los ojos harapientos, arrimados a la nariz tumultuosa, una incurable nostalgia del payaso de circo que siempre quiso ser. Enmascararse, disfrazarse, camuflarse, ser otro. El Coyote de Las Ánimas. El jorobado del cine Delicias. El vampiro del cine Rovira. El monstruo del cine Verdi. El fantasma del cine Roxy. Nostalgia de no haber sido alguno de ellos. Es fláccida la encarnadura facial, quizá porque la larga ensoñación detrás de las máscaras imposibles, el aburrimiento y el alcohol y la luctuosa telaraña franquista de casi 40 años abofetearon y abotagaron las mejillas y las ilusiones.
El tipo es bajo, desmañado, poco hablador, taciturno y burlón. No se considera un intelectual, y soporta mal que le traten como si lo fuera. Ama las tabernas y las papelerías de barrio y los flancos luminosos de los quioscos que exhiben tebeos y novelas baratas de aventuras. Las banderas le producen auténtico terror. Come ensaladas y escribe a mano. Y en un país en el que nadie dimite jamás, ni aun después de haber probado algunos políticos su ineptitud o su cinismo ante el pueblo -el señor Félix Pons con su piso de medio millón, por ejemplo, o los señores jueces de la Sala Segunda del Supremo al condenar al periodista Juanjo Fernández, o el gobernador civil de La Coruña, o los muy babosos dirigentes de Herri Batasuna, etcétera-, él sólo piensa en dimitir de todo, incluso de esta página. Pero no hay nada que le aburra tanto como hablar de sí mismo, así que basta. Vestido de diablo y ligero de equipaje -algunos discos, algunos libros (ninguno de Baltasar Porcel, por supuesto), algunas fotos-, se va por fin al infierno. Abur.

JUAN MARSÉ
"Señoras y Señores II". Barcelona, Tusquets Editores, 1988

LA TIERRA LEVE


A Rafael B., in memoriam

Como todas las mañanas, el viejo Antón se levantó temprano. Bajo la luz de una bombilla pálida se aseó un poco en la palangana, ante el pequeño espejo con manchas de moho. No se había asomado a la ventana pero por la luz que entraba a través de los cristales sucios dedujo con satisfacción que, a pesar del frío y las previsiones de lluvia, debía de haber sol. En la salita que también le servía de cocina puso a calentar un poco de agua sobre la hornilla de gas. Abrió el cajón de la mesa y sacó un paquete de café y una cuchara. Comprobó con una mueca que se le habían acabado los sobres de azúcar que con nerviosismo cogía disimuladamente de los bares o las mesas de las terrazas. Mejor amargo que nada, pensó resignado. Se sentó en la única silla que disponía en la casa y bebió a sorbos, soplando el líquido negruzco y oyendo con la familiaridad de siempre los primeros gritos de las vecinas y los ruidos de los cláxones que subían de la calle. A su lado, en la pared donde la humedad dibujaba formas caprichosas, un almanaque de publicidad - Panadería Hnos. Ramos - desentonaba por completo con la habitación, con la vivienda, con el edificio y el barrio entero. En él se veía un prado muy verde en el cual danzaban, con evidente alegría, unas niñas de tirabuzones rubios y un par de caballitos peludos bajo un cielo luminoso surcado por una bandada de aves en forma de uve. Muchas veces se quedaba ensimismado mirando aquella imagen y aún sin entender muy bien el motivo del indudable júbilo terminaba siempre por imaginarle una causa cualquiera y sonreírle a ese mundo que consideraba tan fantástico como inquietante. Apuró el último trago de café, agarró la bufanda y la chaqueta y se caló la boina negra. En uno de los bolsillos tenía el monedero. Como hizo durante la noche, hurgó en él, apartó los dos billetes y volvió a contar las monedas. En el cuarto de arriba se oía el llanto de un bebé y la acalorada voz, en alguna radio, de Rocío Jurado. Tarareando la canción se acordó de nuevo, inevitablemente, del pago del alquiler. Por dos habitaciones pagaba la mitad de la mísera pensión que recibía. Con la otra mitad se las tenía que ingeniar para comprar la bombona de butano, el jabón, algo de tabaco y además no morirse de hambre. Que Doña Herminia me perdone pero la mensualidad esta vez va a esperar, se dijo con una sonrisa picarona en los labios. Recogió el dinero, lo guardó y se metió el monedero con cuidado en el bolsillo interior de la chaqueta. Y antes de salir, como era su costumbre, fue a buscar a la alacena los papeles de periódico y se dirigió al escusado del pasillo. A esa hora no solía estar ocupado y a él le gustaba hacer sus necesidades tranquilo, sin que nadie le apremiara golpeándole la puerta. La prensa atrasada se la guardaba Fermín, el camarero del bar de la esquina. Todos los primeros de mes la recogía y en casa, tras doblar bien las hojas, las cortaba con la navaja de afeitar, todas iguales y le servían de papel higiénico. Sentado en la taza fría cogió una de ellas, la arrugó, y con la acostumbrada certeza de que esos periódicos - para tales menesteres tenía preferencia por el ABC - eran para lo único que servían, la usó y depositó en el cubo de la papelera. Luego tiró de la cuerda ennegrecida de la cisterna que rápidamente se vació con gran alboroto, salió y empezó a bajar la escalera que daba a la calle, asiéndose a los pocos tramos de pasamanos que no habían arrancado y quedaban. En uno de los gastados peldaños se encontró a dos niños. Uno de ellos sostenía un gatito negro con una mano y con la otra un trozo de chocolate. El amigo, muy delgado, abrazaba una pelota desinflada. Aunque sabía que no solían asistir a clase les preguntó si no iban al colegio. Se quedaron mirándolo, sin decir nada, serios y desconfiados. Le hubiera gustado darles unas pesetas para que fueran a por caramelos o regaliz pero no debía gastar ni un céntimo. Tenía asumido que ni siquiera podría comprarse el paquete de Celtas, cuyos cigarrillos administraba diariamente con rigor, que le correspondía por ser lunes. Con los tres pitillos que le quedaban tendría que arreglarse - no sabía aún cómo lo conseguiría - para pasar la semana entera. Dejó atrás los últimos escalones y cruzó el amplio y sombrío zaguán. En la calle soplaba un desapacible aire del norte y un sol tímido se asomaba entre grandes nubes blancas. Y hoy debería de hacer una jornada primaveral, joder, murmuró encaminándose hacia el centro, dándole los buenos días a las comadres que barrían y parloteaban como gallinas, entre ellas o con las vecinas que asomadas a los balcones recogían la ropa de los tendederos de alambre y parecían pastorear a los críos bulliciosos que jugaban con sus bicicletas destartaladas. Siguió a buen paso hasta desembocar en la desolada Plaza del Cañón, en la cual las palomas ya apenas se atrevían a posarse por temor a que los chavales, siempre al acecho, las cazaran a pedradas y entre un vuelo de plumas y en gozosa procesión terminaran cayendo en alguna olla de puchero. Dobló una esquina y atravesó hacia la acera de enfrente. Al final de la calle estaba el lugar que buscaba, el almacén donde compró, para asombro de Pacorro, el tendero - ¿dónde es la fiesta Antonio?, le preguntó guasón - dos botellas de buen vino, un cuarto de mortadela, algo de queso y unos colines. Con todo ello en una bolsa volvió sobre sus pasos y marchó hacia el Parque del Oreo, risueño, porque era veinte de Noviembre y había que celebrar, había festejar la memoria siempre viva de Durruti. Oyó las campanadas del reloj en el ayuntamiento cercano de cuyo balcón ondeaban mierdosos unos trapos de colores. Las once y media, es buena hora, calculó deseando llegar hasta la glorieta ajardinada donde, junto a un enorme chopo, solía reunirse con otros compañeros cenetistas, los pocos ancianos que ya quedaban, a coger algo de sol, cuando lo había, y a charlar y soltar de paso unos recuerdos y unas soledades que brincaban, durante el rato, gozosas como perros. Y allí estaban ya, qué tipos… Distinguió desde la cancela de la entrada a Marcelo, feliz con su vetusta cazadora de aviador de las FARE, a Carles, con su pañuelo rojinegro al cuello… Tomó el paseo principal y aún cojeando - la edad no perdona pero qué carajo importa, pensó - aligeró el paso hacia la cenador adonde ahora llegaban otros... Guzmán, el noble e incorregible cascarrabias que gesticulaba, abrazando a todos… Rogelio, que lo veía avanzar por el sendero de gravilla y levantando el puño le gritaba ¡Viva la FAI! y de pronto se dio cuenta de que, a pesar de la asfixia de la caminata, estaba silbando con todas sus ganas y que lo que silbaba era “A las barricadas” y que la vista se le nublaba, sonriendo, lagrimeando... quizás por el frío.

Domingo López
Inédito

LA MUERTE EN BEVERLY HILLS


En las cabinas telefónicas
hay misteriosas inscripciones dibujadas con lápiz de labios.
Son las últimas palabras de las dulces muchachas rubias
que con el escote ensangrentado se refugian allí para morir.
Última noche bajo el pálido neón, último día bajo el sol alucinante,
calles recién regadas con magnolias, faros amarillentos de
los coches patrulla en el amanecer.
Te esperaré a la una y media, cuando salgas del cine - y
esta hora está muerta en el Depósito aquélla cuyo
cuerpo era un ramo de orquídeas.
Herida en los tiroteos nocturnos, acorralada en las esquinas
por los reflectores, abofeteada en los night-clubs,
mi verdadero y dulce amor llora en mis brazos.
Una última claridad, la más delgada y nítida,
parece deslizarse de los locales cerrados:
esta luz que detiene a los transeúntes
y les habla suavemente de su infancia.
Músicas de otro tiempo, canción al compás de cuyas viejas
notas conocimos una noche a Ava Gardner,
muchacha envuelta en un impermeable claro que besamos
una vez en el ascensor, a oscuras entre dos pisos,
y tenía los ojos muy azules, y hablaba siempre en voz
muy baja- se llamaba Nelly.
Cierra los ojos y escucha el canto de las sirenas en la noche
plateada de anuncios luminosos.
La noche tiene cálidas avenidas azules.
Sombras abrazan sombras en piscinas y bares.
En el oscuro cielo combatían los astros
cuando murió de amor,
y era como si oliera muy despacio un perfume.

PERE GIMFERRER
"La muerte en Beverly Hills", El Bardo, Bcn, 1968

TODA LA VIDA


Toda la vida
deseando huir y cuando quedó
abierta
por desvencijada
la puerta hacia el andén
vio con mansedumbre sobre las vías
la ruina
de todos los vagones muertos
y los fantasmas fugaces
de todos los trenes
perdidos.

Domingo López
"El tiempo difícil", Col. Cultura popular, 59
Zaragoza, 2005

DESDE ABAJO


Entonces nos colgaron de los pies, nos sacaron
la sangre por los ojos,
con un cuchillo
nos fueron marcando en el lomo, yo soy el número
25.033,
nos
pidieron
dulcemente,
casi al oído,
que gritáramos
viva no sé quién.

Lo demás
son estas piedras que nos tapan, el viento.

GONZALO ROJAS
Poesía completa, Visor, Madrid, 1999

CÁDIZ CONTRA LA GUERRA


POR LA PAZ, CONTRA LA OCUPACIÓN

Martes, 4 de Noviembre
Mesa Redonda “Tropas en Afganistan”: ¿Ayuda humanitaria u ocupación?
19h, Campus Universitario, Jerez de la Frontera

Sábado, 15 de Noviembre
Concentración “No más instalaciones militares en suelo andaluz”,
12h, La Glorieta (junto a la estación de Renfe), San Fernando

Sábado, 22 de Noviembre
MANIFESTACIÓN, 13h
Plaza de la Encarnación, Sevilla

Mas info:
provinciadecadizcontralaguerra@patalata.net

EL 357


Los vigilantes se dividen en varios grupos. El de los que apedrean a los conejos mientras corren desde el jardín con margaritas en la boca, por ejemplo. El de los que caminan a saltitos frente a mi celda gritando palabras del país y viendo en sus relojes la espuma de la lluvia. Y el de los que en la madrugada orinan, al tiempo que me despiertan con la luz de sus lámparas lamiéndome la cara, y me dicen que hoy hace más frío aún.
A ninguno de estos grupos pertenece el 357, que fuera pastor y músico y que ahora es policía por culpa de una venganza nada clara y a quien, es decir al 357, darán de baja este fin de mes. Todo por haberse escapado una noche e ido a dormir con su mujer hasta las nueve de la mañana, befa de los reglamentos.
Hace días, el 357 me regaló un cigarrillo. Ayer mientras me miraba mascar una larga hoja de hierba anís (que había logrado atraer hasta cerca de la reja con un gancho que fabriqué) me ha preguntado por Cuba. Y hoy ha sugerido que tal vez yo podría escribir un pequeño poema para él hablando de las montañoas de Chalatenango para guardarlo como recuerdo después de que me maten.

ROQUE DALTON
"Taberna y otros lugares", UCA Editores
San Salvador, El Salvador, 1989

SIN TI


Estaba tan solo y tan triste que se me cayó de pronto la nariz, partiéndose la pobre en el suelo como un florerito. Lo que me faltaba, me dije mientras la veía a mis pies, hecha añicos y me sujetaba enseguida la cabeza con las manos, temeroso de que también, de un momento a otro, se me desprendiera y cayera, cascándose como un huevo huero o botando en las baldosas como una pelota. Pero tuve suerte y solo se me cayó, gorda y lenta, una gran lágrima y entonces pensé, suspirando, que al menos no había espejos en casa ni, desde que te fuiste, una piel agradable para oler ni perfumes ni flores fragantes para poner en agua. Así que, casi para darme ánimos, me encogí resignado de hombros y seguí allí de pie, como tantos días y semanas y meses atrás, en medio del pasillo, frente a la puerta abierta de la entrada, de nuevo tragando saliva y con los brazos abiertos, preparado para abrazarte por si decidías regresar y un taxi te dejaba abajo y subías corriendo la escalera y con tu amplia sonrisa entrabas de improviso, aunque ahora ya te esperaba sin nariz y casi sin lágrimas, como desarmándome. Y más solo y más triste aún, amor mío.

Domingo López
De "Cuentos de usar y tirar", Inédito