1.
Cuando comprendió que estaba definitivamente harto compró, sin saber para qué, una maceta. Desaliñado y macilento, con el pelo greñudo y un cigarrillo en la boca pastosa de resaca, principiando el mes de septiembre, a primeras horas de la mañana de un martes o un miércoles bajó por la Alameda Vieja, cruzó la plaza ante la gravedad visionaria y tribunicia de la estatua excretada del héroe de turno, miró de reojo en el quiosco de prensa los periódicos chorreando mentiras, aprovechó que pasaba junto al estanque de peces anaranjados y atónitos para alimentarlos generosamente escupiéndoles un salivazo jugoso, tomó la primera calle a la izquierda, la siguió cabizbajo como sigue un sabueso el rastro, amenazó con sus ochenta kilos a una paloma que se apartó precavida y garbosa de su bota del cuarenta y cinco. En la entrada del mercado municipal, mojando el asfalto a manguerazos, una brigada con chaquetas fluorescentes del servicio de limpieza parecía esforzarse, con un ímpetu insólito, en quitarle las legañas a una ciudad que se desperezaba tras soñar con el día que podría devorar sabrosas riadas de gentes por bocas amplias e inauguradas de metro. Y como siempre que se acercaba mañaneando por allí se encontró con el esquinero cadavérico de los cupones salmodiando el número venturoso, con el negrito que vendía baratijas y gafas y parloteando chanzas fundaba jubilosamente los supuestos y palmeables amigos que le barateaban el género, con la clavelera calé de ojos calculadores que también leía la mano y predecía, dependiendo de los billetes untados, herencias fastuosas o desastres ineludibles, con el mendigo guiñaposo de habitual expresión desvalida que alargaba la mano pordioseando la dadivosa ayuda de un céntimo o un lacasito, con el mismo guardia de jeta de asno y su manoseada libreta de multas que, enjaezado de azul y gorra, velaba con maniaca observancia por el cumplimiento puntual de la ley y rebuznaba los buenos días a diestro y siniestro, casi como lo diría una máquina expendedora de cumplidos. Sus buenos días, gracias, estuvo a punto de decirle con voz grave y una urbanidad mecánica. A esa hora había poca gente haciendo la compra o robando o engañando por lo que pudo acercarse al puesto de flores sin tropezar con nadie ni apartarse ni pedir perdón con fastidio y un susurro por haberle, por ejemplo, aplastado el juanete a cualquier cristianísima y mojigata señora recién salida a pasitos presurosos de la misa matutina, siempre temerosa de toparse con el sirlero que la desjoyara de la medalla devota y ostentosa del cuello o con el consabido niñato de aparatosa lengua rollinstoniana. Se quedó ojeando las macetas, los cactus agrupados que disimulaban a la espera de un dedo despistado, un bonsái solitario que parecía agazapado, rencoroso y con indudable aspecto de estar maquinando algo. Correr, huir, acudir a trompicones a la oficina de correos más próxima con un sello pegado en la frente y expresión de postal para que te matasellen la cabeza y envíen urgentemente al quinto demonio, pensó, mirándolo fascinado, sonriendo un poco. Justo al lado, en la siguiente tiendecilla, detrás de un fulano tripón que con una carretilla volcada recogía del suelo verduras y se cagaba grandilocuentemente en la hostia, la puestera de una anciana envuelta en riguroso luto colgaba con pinzas de secar la ropa, en una especie de tendedero, varios sostenes como serones de jumentos y algunas bragas disparatadas dignas del sexshop más delirante, esperando endilgar, mientras hacía tintinear la caja registradora del bolsillo de su delantal, los primeros a rollizas señoras de muslos rubensianos y mamas desbordantes y las segundas a cuarentonas enrubiadas, desesperadamente envueltas aún en celofán y, hartas de morar en el esperanzorio de que le ensortijaran para siempre un dedo, decididamente en pos de experiencias libidinosas con el tamagochi amoroso del cajón de la mesa de la cocina. Sacó un nuevo cigarrillo y tras encogerse de hombros estuvo por preguntarle al floristero de papada fofa de pelícano, quinielista obstinado y padre ejemplar de dos criaturas igualitas, qué tipo de planta o arbusto enano era capaz de aguantar viviendo durante los días y las noches de la abulia y el tedio, todas las horas del abandono que se arremolinan como hojas caídas y terminaban por desear putrefactarse en el rincón más próximo. Pero prudentemente se limitó a encogerse otra vez de hombros y tras pagar algunos euros al pescozudo por el vegetal con un par -le pareció- de sonrientes pulgones y peor apariencia y con él en una mano, haciendo el tallo vaivenes y sin flores, volvió sobre sus pasos para cruzar otra vez la ciudad ya en ebullición y entrar a una taberna a tomar un coñac como desayuno con las últimas monedas que le quedaban...
DOMINGO LOPEZ
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