EL VIEJO


Parecía que habíamos quedado pero no nos conocíamos de nada. Lo vi acercarse con su andar cansino, gacho, como esos viejos que, con resignación bovina, ya solo esperan el fin y sin mediar palabra se sentó a mi lado, en el mismo banco del parque. Yo seguí leyendo – bueno, ahora fingiendo que leía – y solo al cabo de unos minutos abrió la boca y dijo, como si hubiera querido decir otra cosa, buenas tardes. Doblé cuidadoso la esquina de la página, dejé el libro a un lado y busqué en la chupa el tabaco. ¿Cómo lo lleva?, me oí decir, como si la pregunta, sin poder evitarlo, hubiera salido por su cuenta. De reojo lo vi encogerse levemente de hombros. Abrí la cajetilla y acercándosela, le ofrecí un pitillo. Fumamos en silencio, mirando los críos que jugaban en los columpios, hasta que le oí hablar de nuevo.
- Fueron casi dos docenas de años, que se dice pronto…nadie podrá devolverme lo que me quitaron… - murmuró abstraído.
Le miré y todo lo que expresaba su cara, sus ojos, las arrugas, la leve mueca en la boca, era una brutal amargura. Traté de contemporizar, como un idiota.
- Bueno, ahora es famoso, su libro de poesía, la gente...
Miraba los críos retozando, pareció no oírme.
- La gente, los camaradas vivían la vida, más bien o más mal, pero tomaban sus vinos, hacían el amor, respiraban aire, pero yo, yo me pudría en una celda, solo yo me pudría para nada y pagaba por todos… - musitó, como hablando para sí.
- Pero ahora… - traté, otra vez estúpidamente, de añadir algo, no sé qué.
- Ahora solo soy un anciano que trata de exprimir los minutos, un viejo que llevan de arriba abajo mostrándolo, con curiosidad y con buena fe, como un bicho raro…– zanjó, casi susurrando.
Yo no sabía qué responder, porque no había nada que decir. Me di cuenta entonces que, ya de pie, me estaba ofreciendo la mano. Se la estreché algo cohibido o como absurda y extrañamente avergonzado y, por primera vez, nos miramos de frente, cara a cara. Entonces se dio la vuelta y se fue por donde vino, lentamente, casi arrastrando los pies. El día también se iba y los niños no paraban de reír en los toboganes. Un perrito se acercó, olisqueando. Agarré el libro, sin pensar en nada y lo abrí por la hoja marcada. Allí estaban los poemas. Y ya no pude seguir leyendo.

Del texto: Domingo López
"Cuentos de usar y tirar", 2008

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