EL HOMBRE MÁS TRISTE DEL MUNDO


Aquel desdichado estuvo catorce años y tres meses - los mejores de su vida, diría consternada alguna marujona - pensando obstinada y diariamente en la manera de suicidarse. Desde que despertaba hasta que se arrastraba a la cama para intentar dormir se pasaba las horas sopesando, cariacontecido y cetrino, el muestrario de posibilidades de su mortecina tribulación, sufriendo con enorme regocijo espasmos falsos de expirante e inevitables repelús de pusilánime, siempre con la nariz ganchuda goteando, continuamente resfriado, esparciendo como confetis lúgubres los bacilos y microbios de las toses por las habitaciones de la casa, sorbiéndose los mocos con una aflicción de niño retraído, inclusero y meditabundo. Coleccionaba cuchillos y píldoras de colores, hacía una y otra vez, arrobadamente, el nudo corredero de la horca con los cordones de las cortinas o de los zapatos o con cualquier trozo de cuerda que luego colgaba por la casa como amuletos tétricos, memorizaba los prospectos y sus fabulosas contraindicaciones, fumaba sin ganas y con asco para imaginándose con fascinación el aspecto alucinante de las partículas cancerígenas posándose como buitres en las ramas bronquiales e incluso, mirándose en el espejo, se dibujaba con rotulador en el cuello, sacando la lengua de pericia, un línea de puntos con las palabras “CORTAR POR AQUÍ” o si estaba sentado en el sofá, en la muñeca, para mirarla de vez en cuando embelesado mientras, irresoluto y enfebrecido, recortaba las necrológicas del periódico para pegarlas en la pared de la sala y cuya visión, pensaba, le hacía bien puesto que lo aleccionaban, sin atosigarlo, a decidirse. Así, hora tras hora, todos los días. Su única distracción, al parecer, era odiar minuciosamente al vecino, un saludable anciano que gozosamente lo enfermaba de grima cada vez que aparecía en el piso de enfrente haciendo sus ejercicios gimnásticos mientras cantaba, con la dicha matinal de un pájaro, engolando la voz y comiéndole, como quien no quiere la cosa, la moral a picotazos. Y hubiera seguido de esta guisa y durado probablemente noventa años, hasta morirse de viejo o de un repentino e indisfrutable ataque al corazón, de no ser por el tiesto de geranios que se le ocurrió comprar un día y que colocó en el pretil de la terraza con la vaga esperanza de que con alguna racha de viento se cayera justamente sobre su cabeza cuando él pasara, precisamente, vaya casualidad, por la acera. Y cada vez que soplaba un poco de aire bajaba corriendo a la calle y se paseaba bajo el balcón, ansioso, como si llevara una diana a modo de sombrero. Pero al infeliz no le acompañó la fortuna. O sí, depende cómo se mire, puesto que una tarde al regar la maldita maceta, resbaló en una babosa, perdió el equilibrio y por un segundo pareció imitar a uno de esos atletas livianos que vuelan de espalda para pasar por encima del listón puesto que sorteó sin querer y con impecable estilo la baranda y en el transcurso de la caída al vacío desde la planta once fue pensando, con gran pesar y desilusión, que esa no era, ni mucho menos, la opción preferente para acabar con su vida vana. Y más, digamos, por inercia que otra cosa, desconcertado, decidió urgentemente resignarse.

Domingo López
De "No future, dijo alguien y otros cuentos"
Inédito

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