LA TIERRA LEVE


A Rafael B., in memoriam

Como todas las mañanas, el viejo Antón se levantó temprano. Bajo la luz de una bombilla pálida se aseó un poco en la palangana, ante el pequeño espejo con manchas de moho. No se había asomado a la ventana pero por la luz que entraba a través de los cristales sucios dedujo con satisfacción que, a pesar del frío y las previsiones de lluvia, debía de haber sol. En la salita que también le servía de cocina puso a calentar un poco de agua sobre la hornilla de gas. Abrió el cajón de la mesa y sacó un paquete de café y una cuchara. Comprobó con una mueca que se le habían acabado los sobres de azúcar que con nerviosismo cogía disimuladamente de los bares o las mesas de las terrazas. Mejor amargo que nada, pensó resignado. Se sentó en la única silla que disponía en la casa y bebió a sorbos, soplando el líquido negruzco y oyendo con la familiaridad de siempre los primeros gritos de las vecinas y los ruidos de los cláxones que subían de la calle. A su lado, en la pared donde la humedad dibujaba formas caprichosas, un almanaque de publicidad - Panadería Hnos. Ramos - desentonaba por completo con la habitación, con la vivienda, con el edificio y el barrio entero. En él se veía un prado muy verde en el cual danzaban, con evidente alegría, unas niñas de tirabuzones rubios y un par de caballitos peludos bajo un cielo luminoso surcado por una bandada de aves en forma de uve. Muchas veces se quedaba ensimismado mirando aquella imagen y aún sin entender muy bien el motivo del indudable júbilo terminaba siempre por imaginarle una causa cualquiera y sonreírle a ese mundo que consideraba tan fantástico como inquietante. Apuró el último trago de café, agarró la bufanda y la chaqueta y se caló la boina negra. En uno de los bolsillos tenía el monedero. Como hizo durante la noche, hurgó en él, apartó los dos billetes y volvió a contar las monedas. En el cuarto de arriba se oía el llanto de un bebé y la acalorada voz, en alguna radio, de Rocío Jurado. Tarareando la canción se acordó de nuevo, inevitablemente, del pago del alquiler. Por dos habitaciones pagaba la mitad de la mísera pensión que recibía. Con la otra mitad se las tenía que ingeniar para comprar la bombona de butano, el jabón, algo de tabaco y además no morirse de hambre. Que Doña Herminia me perdone pero la mensualidad esta vez va a esperar, se dijo con una sonrisa picarona en los labios. Recogió el dinero, lo guardó y se metió el monedero con cuidado en el bolsillo interior de la chaqueta. Y antes de salir, como era su costumbre, fue a buscar a la alacena los papeles de periódico y se dirigió al escusado del pasillo. A esa hora no solía estar ocupado y a él le gustaba hacer sus necesidades tranquilo, sin que nadie le apremiara golpeándole la puerta. La prensa atrasada se la guardaba Fermín, el camarero del bar de la esquina. Todos los primeros de mes la recogía y en casa, tras doblar bien las hojas, las cortaba con la navaja de afeitar, todas iguales y le servían de papel higiénico. Sentado en la taza fría cogió una de ellas, la arrugó, y con la acostumbrada certeza de que esos periódicos - para tales menesteres tenía preferencia por el ABC - eran para lo único que servían, la usó y depositó en el cubo de la papelera. Luego tiró de la cuerda ennegrecida de la cisterna que rápidamente se vació con gran alboroto, salió y empezó a bajar la escalera que daba a la calle, asiéndose a los pocos tramos de pasamanos que no habían arrancado y quedaban. En uno de los gastados peldaños se encontró a dos niños. Uno de ellos sostenía un gatito negro con una mano y con la otra un trozo de chocolate. El amigo, muy delgado, abrazaba una pelota desinflada. Aunque sabía que no solían asistir a clase les preguntó si no iban al colegio. Se quedaron mirándolo, sin decir nada, serios y desconfiados. Le hubiera gustado darles unas pesetas para que fueran a por caramelos o regaliz pero no debía gastar ni un céntimo. Tenía asumido que ni siquiera podría comprarse el paquete de Celtas, cuyos cigarrillos administraba diariamente con rigor, que le correspondía por ser lunes. Con los tres pitillos que le quedaban tendría que arreglarse - no sabía aún cómo lo conseguiría - para pasar la semana entera. Dejó atrás los últimos escalones y cruzó el amplio y sombrío zaguán. En la calle soplaba un desapacible aire del norte y un sol tímido se asomaba entre grandes nubes blancas. Y hoy debería de hacer una jornada primaveral, joder, murmuró encaminándose hacia el centro, dándole los buenos días a las comadres que barrían y parloteaban como gallinas, entre ellas o con las vecinas que asomadas a los balcones recogían la ropa de los tendederos de alambre y parecían pastorear a los críos bulliciosos que jugaban con sus bicicletas destartaladas. Siguió a buen paso hasta desembocar en la desolada Plaza del Cañón, en la cual las palomas ya apenas se atrevían a posarse por temor a que los chavales, siempre al acecho, las cazaran a pedradas y entre un vuelo de plumas y en gozosa procesión terminaran cayendo en alguna olla de puchero. Dobló una esquina y atravesó hacia la acera de enfrente. Al final de la calle estaba el lugar que buscaba, el almacén donde compró, para asombro de Pacorro, el tendero - ¿dónde es la fiesta Antonio?, le preguntó guasón - dos botellas de buen vino, un cuarto de mortadela, algo de queso y unos colines. Con todo ello en una bolsa volvió sobre sus pasos y marchó hacia el Parque del Oreo, risueño, porque era veinte de Noviembre y había que celebrar, había festejar la memoria siempre viva de Durruti. Oyó las campanadas del reloj en el ayuntamiento cercano de cuyo balcón ondeaban mierdosos unos trapos de colores. Las once y media, es buena hora, calculó deseando llegar hasta la glorieta ajardinada donde, junto a un enorme chopo, solía reunirse con otros compañeros cenetistas, los pocos ancianos que ya quedaban, a coger algo de sol, cuando lo había, y a charlar y soltar de paso unos recuerdos y unas soledades que brincaban, durante el rato, gozosas como perros. Y allí estaban ya, qué tipos… Distinguió desde la cancela de la entrada a Marcelo, feliz con su vetusta cazadora de aviador de las FARE, a Carles, con su pañuelo rojinegro al cuello… Tomó el paseo principal y aún cojeando - la edad no perdona pero qué carajo importa, pensó - aligeró el paso hacia la cenador adonde ahora llegaban otros... Guzmán, el noble e incorregible cascarrabias que gesticulaba, abrazando a todos… Rogelio, que lo veía avanzar por el sendero de gravilla y levantando el puño le gritaba ¡Viva la FAI! y de pronto se dio cuenta de que, a pesar de la asfixia de la caminata, estaba silbando con todas sus ganas y que lo que silbaba era “A las barricadas” y que la vista se le nublaba, sonriendo, lagrimeando... quizás por el frío.

Domingo López
Inédito

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