EL PERRO


Mi cabeza rebotó en la arena, entre las piedras, al caer, como un pelele.
- Déjalo, este cabrón ya tiene bastante
Y me pateó la barriga con la bota, de propina.
- Vámonos
Encogido, en posición fetal, oía un zumbido en el interior del cráneo y de vez en cuando, la música, las risas de las chicas en la disco de la carpa, en la Cala, a muy pocos metros de donde yo gemía y rabiaba de dolor, en la oscuridad y entre hierbajos. Con arcadas, traté de incorporarme pero apenas me podía mover. Entonces me quedé quieto, jadeando, intentando únicamente respirar. Allí difícilmente me vería nadie, quizás algún borracho que se alejara unos metros para mear. Pero no podía ni siquiera gritar, así que me dejé estar y, sabiendo que me desangraba, me dispuse a esperar lo que viniera. Y en esas estaba cuando sentí algo caliente y humedo en la cara y pensé han vuelto y me van a rematar. Oía las olas rompiéndose, llegando, para nada, exhaustas a la orilla. Intenté en vano abrir los ojos. Seguía sintiendo aquello en la frente, en mis greñas. Y cuando pude levantar un párpado y la luz del faro nos barrió lentamente lo vi y pensé estoy jodido de verdad, estoy delirando. Porque a un palmo de mi cara había otra cara, una lengua teñida de rojo, unos ojillos negros y brillantes: un perro que ladeaba la cabeza, mirándome, como contento de verme reaccionar a sus lametones. Ahora lo que falta es que me muerda, me dije, casi sonriendo, incapaz de averiguar si aquello era real o un sueño. Cada vez me costaba más trabajo respirar. Abría la boca como un pez fuera del agua y apenas tragaba aire. Y entonces fue cuando empecé a sentir frío, un frío atroz, allí, junto a una playa mediterránea , en pleno agosto. Voy a morir, me dije temblando, aterrado de miedo y a la vez tranquilo, voy a palmarla aquí solo como un perro y entonces me acordé del animal y a tientas alargué la mano y sentí la piel, un collar donde colgaba una especie de bola. Me aferré en un último esfuerzo a ese collar como un naufrago y creo que susurré ayúdame y antes de perder el conocimiento oí como el animal empezaba a ladrar.


Desperté en un hospital. Al parecer estuve a punto de irme al infierno, pero no lo hice o no me dejaron, no sé. Tenía un montón de puntos en la cabeza, la nariz reventada, un brazo en cabestrillo y un par de costillas rotas. El médico me pidió datos, un teléfono de algún familiar y les dije, mintiéndoles, que no tenía a nadie, que estaba de paso. En mi mochila solo encontraron algún libro y algo de ropa y qué raro, nadie me quitó el dinero, ni los rapados ni los matasanos ni las enfermeras, así que en cuanto me sentí con ganas de fumar firmé el alta voluntaria, jurando por mis muertos que volvería, aunque podían esperar sentados, para no sé qué prueba craneal de vital importancia. Casi no podía tenerme en pie, de dolor y mareos, pero me las arreglé para que llamaran a un coche. El taxista no podía creerse lo que veía:
- Chico ¿en qué guerra estuviste? – preguntó burlón y no se negó ni me dijo nada cuando le pedí un cigarro.
- Vamos a la Cala Chica – balbucee tragando el humo y tratando, a la vez, de no vomitar.


El tipo, que estaba acuclillado a la puerta de la carpa, fumándose un canuto trompetero me preguntó, flipando, mas o menos lo mismo, tío, ¿de dónde saliste? y después me contestó, asombrado por mi pregunta, que no, que no había visto ningún perro por allí, o bueno, sí, había visto un mogollón, aseguró riéndose, porque todos los jipis traían detrás de ellos una caterva de chuchos pulgosos. Le dije lo de la bola en el collar y que no sabía si lo había soñado y me miró con hastío. Yo qué sé, tío, dijo pasando de mí. Luego el taxista me confirmó que en aquella zona muchos veraneantes abandonaban sus mascotas porque sabían que los guiris y los jipis los acogían cuando los veía perdidos, deambulando asustados, y eso les tranquilizaba la conciencia y que en cualquier caso, ya que parecía importarme tanto, podía preguntar en la perrera municipal, dado que casi todas las semanas hacían batidas y se los llevaban para que no molestaran a los turistas de bien.


- ¿Era tuyo?
El empleado tripudo barría el suelo con una escoba de palmas, indiferente.
- No, o sí, depende – dije, con creciente malhumor.
- Y dices que tenía un collar... son tantos…todos los veranos lo mismo…Ayer, por ejemplo, entraron catorce y algunos los llevaba, pero se entierran con ellos, no vendemos los collares, aunque no sería mala idea – dijo vacilón, guiñándome un ojo, en plan colega.
Se oían ladrar, desesperados, a los canes presos. Hacía mucho calor. La faja de vendas me presionaba el pecho y yo, sudando, abría la boca como si tratara de capturar, metiéndolo para adentro, el aire con la lengua.
- Oiga, llevaba una especie de bola… - volví a recitar, con un hilo de voz, cansado, sintiendo punzadas agudas en la cabeza.
Entonces el tipo dejó de barrer de pronto y me miró, como con rabia y fastidio.
- Era un cascabel mudo, compadre. Y ya que insistes te diré porqué mierda lo recuerdo: porque nos costó un huevo que ese chucho hijoputa estirara la pata, trato de mordernos y gastamos hasta tres inyecciones ¿Enterado, amigo? Y ahora si quieres algo más ve adonde el jefe y no jodas que tengo trabajo… - y se volvió y comenzó a caminar perrera adentro y me acordé de las escenas de las pelis del oeste cuando el canalla de turno se iba así, chuloso, de espaldas, y alguien le decía te mataré, un día te mataré y me quedé allí, entre aullidos, de pie, con los ojos cerrados, aguantando el dolor, sin pensar en nada.


Del texto: DOMINGO LÓPEZ
"Cuentos de usar y tirar", 2008

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